La libertad ideológica de jueces y magistrados y las relaciones entre jueces y política fue el tema abordado por el catedrático de la Universidad Pompeu Fabra (España) Dr. Jorge F. Malem Seña el jueves 8 de octubre de 2015, acompañando los festejos académicos especialmente programados con motivo del cincuentenario del Colegio. Luego hizo lo propio el Dr. Roberto Gargarella.
A la par de agradecer la visita de tan distinguido académico tambien resaltamos la gentileza de facilitarnos la versión completa de la conferencia, que nos permite repasar y profundizar en un análisis más pausado, la profundidad de sus argumentos.
IDEOLOGÍA, POLÍTICA Y FUNCIÓN JURISDICCIONAL. Jorge F. Malem Seña
Introducción
La pregunta acerca de qué ideología es incompatible para que un juez cumpla con sus funciones de un modo técnicamente aceptable no es fácil de contestar ni ha recibido una respuesta homogénea en todos los sistemas políticos, ni en todas las épocas. Las diferentes soluciones planteadas han diferido radicalmente y no solo en matices. En parte se debe a que no está claro cuál es el entronque del juez en los diversos sistemas jurídico-políticos, en parte porque no existe unanimidad sobre la figura o personalidad del juez incluso habiendo consenso sobre su ubicación institucional y, en parte, debido a que sus actos pueden ser considerados como realizados por un ciudadano, un funcionario público o en representación de uno de los poderes del Estado.
El punto de partida para abordar esta cuestión supone pensar que los jueces y magistrados son reclutados de entre los ciudadanos de la misma sociedad donde ejercerán su jurisdicción. Los jueces constituyen, pues, un reflejo no muy distorsionado de la parcela social a la que pertenecen. Pero es que, además, como individuos son hacedores de su propia personalidad, con sus creencias, valores, deseos o preferencias, todos ellos idiosincráticos.
De tal manera que es imposible pensar en una persona, que cumplirá la función jurisdiccional, que vive en sociedad y que mantenga un punto de vista aséptico, neutral o indiferente hacia todo lo que le rodea. Resulta inimaginable, en ese sentido, un individuo, juez o no, que carezca de cualquier ideología.
Ahora bien, no resulta sencillo ofrecer un concepto estricto y unívoco de ideología. Fue utilizado por vez primera por Destutt de Tracy para hacer referencia a cómo se conoce la realidad a través de las ideas. Fue asociada así a una ciencia cuyo objetivo era la producción del conocimiento por medio de ciertas facultades humanas. No tuvo, pues, en sus orígenes, un significado emotivo adverso. Luego, dicho concepto fue desarrollado por Marx y Engels como falsa conciencia, cuyo contenido eran ideas desvirtuadora de la realidad, motivada por intereses de clases sociales. En Marx y Engels, ideología adquirió un manifiesto cariz peyorativo y su carga emotiva negativa permanece aún hoy presente. El diccionario de la lengua española parece recoger, al menos en parte, en sus dos acepciones, ambas posiciones. En la primera establece que la ideología es la “doctrina filosófica centrada en el estudio del origen de las ideas”, mientras que en la segunda hace referencia al “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”
Las acepciones propuestas por el diccionario involucran valores, deseos, preferencias y todo tipo de creencias, verdaderas y falsas. Que la ideología concita creencias verdaderas y falsas es también sostenido por los partidarios de la sociología del conocimiento, bajo el requisito de que tales creencias estuvieran socialmente condicionadas. En Marx y Engels, sin embargo, la ideología solo hace referencia a creencias falsas, nunca a creencias verdaderas. Y Theodor Geiger, reserva el uso de ideología solo a formulaciones de las cuales no se pueden predicar su valor de verdad.
En lo que sigue excluiré del concepto de ideología todas aquellas creencias que son empíricamente verdaderas o lógicamente certificables, quedando incluidas, por lo tanto, las creencias falsas, los valores, los deseos o las preferencias. La razón de esta restricción responde a dos argumentos. El primero es el uso común actual que de ideología se hace y que excluye el conocimiento científico, prototipo del conocimiento verdadero. Sería absurdo calificar de ideológico la formulación de una ley de la naturaleza como “el ácido sulfúrico mezclado con el nitrato de plata precipita capcioso”. O que pueda ser predicada del teorema de Pitágoras, por ejemplo, de que “en todo triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos”. El segundo argumento es que el concepto de ideología adquiere interés también por lo que sobre define, su opuesto, es decir, lo no ideológico. Si todo es ideología, tanto si lo son los enunciados verdaderos como los falsos e incluso aquellos de sobre los cuales no se puede predicar su valor veritativo, el propio concepto de ideología carecería de sentido.
Pero aquí no acaban todos los problemas, ya que la noción de creencia tampoco es fácil de adivinar al contener dos elementos esenciales y diferenciados. El primer elemento se expresa a través de proposiciones y representa, o nos informa, cómo es el mundo o un estado de cosas. De este aspecto de las creencias se puede predicar su verdad o falsedad. El segundo elemento ejerce un papel causal en las conductas de los individuos, esto es, junto a otras causas, como los deseos, determina que las personas sigan un curso de acción específico o se dirija en una u otra dirección.
Naturalmente, si las creencias son verdaderas y operan los deseos, las voliciones o las preferencias adecuadas, estos se satisfarán, o al menos se satisfarán con un alto grado de probabilidad. Si tengo la creencia –verdadera- de que en la tienda X existe una corbata de color azul, la creencia –verdadera- de que tengo el dinero suficiente para comprarla y el deseo y la voluntad de hacerlo, mi acción consistirá en dirigirme hacia la tienda X, pagar el precio de la corbata color azul y, de ese modo, satisfacer mi deseo de poseerla. Haber tenido creencias verdaderas acerca de cómo es el mundo –la existencia de la tienda X, de la corbata azul y el dinero suficiente para su compra- contribuye a que mi acción sea exitosa.
No ocurre lo mismo si las creencias son falsas. Si tengo la creencia –falsa- de que en la tienda X existe una corbata de color azul y no la hay, o tengo la creencia –falsa- de que llevo el dinero para pagar su precio y no es así, aunque posea el deseo y la voluntad de adquirir dicha corbata no alcanzaré mis fines. Mi acción de ir a la tienda X y comprar la corbata no se verá coronada por el éxito.
En ese sentido, “la función básica de esas estructuras que llamamos creencias sería adaptar a otros estados causales de la acción (primordialmente los deseos) a ciertas condiciones del entorno (el contenido de las creencias), de manera que las conductas que en conjunción provocan estén de acuerdo con esos otros estados (tienden a satisfacer los deseos) cuando las creencias son verdaderas (la tendencia a la satisfacción de los deseos sería el efecto peculiar). Dicho más brevemente, las creencias contribuyen a fomentar conductas que son apropiadas a ciertas condiciones del entorno.”
Todos estos aspectos cobran especial relevancia en el caso de jueces y magistrados, ya que este juego entre creencias, deseos y acciones que conforma su ideología debe operar, además, en un contexto normativo tejido por el derecho. Cuál es el entramado de normas que regula la función de juzgar y hacer cumplir lo juzgado es una cuestión empírica y, por lo tanto, puede variar de un sistema jurídico a otro. Pero, sin ninguna pretensión de exhaustividad, en los derechos iberoamericanos y continental europeo las principales normas que regulan la actividad de los jueces y magistrados establecen que estos deben ser independientes e imparciales, han de decidir en todos los casos que conocen conforme a derecho y motivadamente, y han de evitar la arbitrariedad aunque gocen de discrecionalidad. Además, deben desarrollar y profesar un deber de lealtad hacia el ordenamiento jurídico y sus instituciones evitando cualquier conducta impropia que menoscabe el respeto por el poder judicial y la impartición de justicia por parte de los ciudadanos.
En este contexto aparece la cuestión sobre la libertad ideológica reconocida en la Constitución Española, por ejemplo, en su artículo 16, incisos 1 y 2, y en la mayoría de los documentos referentes a los derechos humanos, aunque no siempre con idéntica formulación lingüística. ¿Qué ha de entenderse por libertad ideológica?, ¿Gozan los jueces de igual libertad ideológica que los ciudadanos que no ejercen la actividad jurisdiccional?, ¿O los jueces deberían soportar ciertas restricciones a este derecho que un ciudadano no juez no debería padecer?
Concepto de libertad ideológica
Cuál es el concepto de libertad ideológica y su significación jurídica no ha recibido siempre la atención que se merece, a pesar de que los ciudadanos, incluso en una democracia y en presencia de textos garantistas, hayan sufrido presiones o discriminaciones por sustentar posiciones ideológicas diferentes a las mantenidas por las autoridades estatales y privadas. Y no faltan gobiernos que escogen funcionarios públicos destinados a cumplir los más variados destinos por su ideología y no en virtud de sus méritos para ocupar el cargo propuesto. O trabajadores que han sufrido despidos por causas ideológicas. La afinidad o la antipatía ideológica ha servido para marcar la línea entre amigos y enemigos. El Poder Judicial tampoco ha escapado a este sino que parece ineluctable.
Desde el punto de vista jurídico, la libertad ideológica constitucionalmente establecida, tal como está conformada en España, se entiende mediante la conjunción de dos aspectos vinculados aunque distinguibles analíticamente. El primero vuelca su mirada hacia el fuero interno de las personas. El individuo tiene una libertad absoluta para construir o adoptar sus propias creencias, valores, deseos o preferencias. Se podría incluso cimentar una concepción del mundo, de la sociedad y de la persona sobre la base de creencias completamente falsas. En ese sentido, cualquier contenido podría ser pasible de configurar la libertad ideológica, aún aquel que persiga abolir el orden democrático. La carencia de restricciones en este ámbito es total. Y al Estado le estaría vedado inmiscuirse en estos aspectos e incluso indagar sobre ellos, ya que nadie está obligado a declarar sobre su ideología o creencias, religiosas o de otro tipo. En algunos textos jurídicos este aspecto recibe el nombre de libertad de pensamiento.
Pero la libertad ideológica no se acaba en el fuero interno del individuo sino que tiene una segunda arista, y es que se puede exteriorizar a través de actitudes, acciones y omisiones. De un modo contundente lo sostiene el Tribunal Constitucional español, “la libertad ideológica… no se agota en una dimensión interna del derecho a adoptar una determinada posición intelectual ante la vida y cuanto le concierne y a representar o enjuiciar la realidad según personales convicciones. Comprende, además, una dimensión externa de agere licere, con arreglo a las propias ideas sin sufrir por ello sanción o demérito ni padecer la compulsión o la injerencia de los poderes públicos.” La libertad ideológica consagraría así el derecho a poder actuar conforme a creencias propias, valores, deseos y preferencias, sin sufrir penalización alguna y sin otra limitación que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Pero la cuestión a determinar aquí es si la libertad ideológica que gozan los ciudadanos es disfrutada con idéntico contenido por los jueces y magistrados y si tiene algún impacto en la actividad de juzgar y de ejecutar lo juzgado.
Actividad jurisdiccional e ideología
En los Estados democráticos, el derecho trata de evitar como un desiderátum que las decisiones judiciales estén determinadas o influenciadas por la subjetividad de jueces y magistrados. Se quiere soslayar que aspectos personales jueguen un papel decisivo en la jurisdicción. La exigencia de motivación y la posibilidad de apartamiento o de recusación de jueces son mecanismos destinados a velar por la objetividad, siempre relativa, de la práctica judicial.
Sin embargo, a nadie es ajeno que los jueces y magistrados vierten parte de su ideología en al menos algunos de los aspectos relacionados con la actividad de juzgar, ya sea en la interpretación de los textos legales que darán lugar al veredicto, en la formulación de las hipótesis y en la valoración de la prueba que constituirán luego los hechos probados o en la aplicación del derecho. Todo ello propiciado en más o en menos según los concretos sistemas jurídicos y el nivel de discrecionalidad legalmente permitido con el que actúen. De ahí que la ideología impacte con fuerza diversa en la solución de los conflictos planteados.
No es lugar aquí para hacer un detallado análisis de cómo influye la ideología en las causas sometidas a la jurisdicción. La formulación de ejemplos sería tan incesante como abrumadora. Alguien podría decir incluso que, desde este punto de vista, la actividad política-ideológica y la estrictamente jurídica poseen fronteras porosas y carecen de límites exactos y tajantes, al menos frente a determinados casos. Esto supone, naturalmente, que existe congruencia entre las creencias y las acciones, tanto propias como ajenas, y que se está autorizado a pensar que si un juez tiene ciertas creencias actuará de determinada manera. Y si actuó de determinadas maneras es porque tenía ciertas creencias.
Libertad ideológica de jueces y magistrados
Dado el impacto que tiene la ideología en la interpretación y aplicación del derecho se podría pensar que los concretos sistemas jurídicos impiden u obstaculizan que personas munidas de ciertas ideologías puedan ser jueces y magistrados. Sin embargo, no es lo que sucede habitualmente. La tónica general es que la ideología de los postulantes a desempeñar funciones jurisdiccionales no ha de ser tomada en consideración para el acceso a la judicatura. Ni con respecto de sus convicciones íntimas –libertad de pensamiento- ni con respecto de sus exteriorizaciones mediante comportamientos presentes o pasados. Y no solo eso sino que, además, la ideología no constituye un motivo legítimo de abstención o de recusación de los jueces ya en posesión de su cargo.
Así parece indicarlo, entre otros, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español que desde el comienzo de su andadura se ha manifestado pacífica. Esta posición concuerda, en líneas generales, con la sostenida por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La independencia, la imparcialidad y sus respectivas apariencias no podrían ser opacadas por las ideologías que sustentan los jueces, salvo que sea necesario para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
Pero si bien la independencia y la imparcialidad de jueces y magistrados se presumen y las dudas acerca de su carencia por parte de los ciudadanos justiciables supuestamente afectados no constituye una razón suficiente para el apartamiento de los jueces del proceso, es posible pensar que en algunos casos se podría probar la afectación de esa independencia y de esa imparcialidad precisamente por razones ideológicas. Si esto se acepta, la cuestión que se manifiesta con meridiana licitud es qué tipo de ideología puede producir tales efectos.
Restricciones ideológicas a jueces y magistrados
No resulta fácil hacer un listado exhaustivo de restricciones a la libertad ideológica que deban soportar jueces y magistrados en virtud de su cargo pero que no serían aplicables al resto de los ciudadanos. O presentado de otra manera, no es del todo evidente cuáles son los contenidos ideológicos incompatibles con el ejercicio del poder judicial. Pero si se admite la relación existente entre el aspecto interno y el aspecto externo de la libertad ideológica, bajo los presupuestos de coherencia y congruencia, y se acepta, por lo tanto, que las acciones y las omisiones de los individuos son el modo cómo se manifiesta lo que se piensa, se podrá diseñar un catálogo necesariamente incompleto pero ilustrativo de pensamientos y comportamientos ideológicos inasumibles para un juez.
1. La primera limitación ideológica de un juez está relacionada con las creencias falsas. No debería ser juez una persona que profese creencias “manifiestamente” falsas. Alguien podría decir, no obstante, que es imposible carecer de creencias falsas, toda vez que se elimina la posibilidad de un ser omnisapiente sobre la tierra, y que, por lo tanto, esta limitación no tendría sentido. Si bien las acciones de los jueces guiados por creencias falsas les conducirían por los senderos del error y del fracaso estas estarían justificadas o serían excusables. Nada extraño habría en ello. Sin embargo, haber puesto el acento en el adverbio “manifiestamente” supone que el grado de ignorancia o de desprecio frente al conocimiento científico, esto es, a creencias verdaderas, que no sería permisible en cualquier persona culta, lo es menos en un juez.
No se trata tanto de recordar a Voltaire con su desprecio mostrado frente a los ignorantes jueces que condenaron a Galileo, sino que es posible sostener que determinado tipo de ignorancia, al menos parcialmente excusable en ciudadanos de poco nivel cultural, nunca lo podrá ser en alguien que detente la posición de magistrado. Una ideología sustentada sobre creencias “manifiestamente” falsas no es compatible con la libertad ideológica predicable de jueces y magistrados.
Los jueces deben tener, por ejemplo, una comprensión adecuada de la ciencia y saber distinguirla de las seudociencias. Aquí no basta el sentido común ni es suficiente el saber popular. En caso contrario les resultaría difícil poder formular una hipótesis explicativa plausible que fuera relevante para el caso planteado y cómo corroborarla o refutarla mediante el análisis de pruebas o la valoración de evidencias.
Es obvio, por otra parte, que las creencias falsas que son incompatibles con la actividad jurisdiccional no se ciñen únicamente a acontecimientos o a estados de cosas naturales. Sucede lo mismo con la negación de hechos históricos manifiestamente constatados. El negacionismo que rechaza la idea de la existencia del holocausto judío o de las execrables dictaduras en América Latina en las décadas de 1970-1980 son buenas ilustraciones de ello. Los casos aquí podrían multiplicarse, no creo necesario hacerlo.
Y tampoco conviene olvidar aquí que los jueces han de tener una sólida formación técnica no solo respecto de los aspectos normativos del derecho sino también sobre aquellos saberes necesarios para el quehacer jurisdiccional. No se entiende como un juez en lo penal-económico o en el fuero de quiebras, por ejemplo, carezca de los mínimos conocimientos contables.
No todo contenido de pensamiento, pues, es compatible con la función jurisdiccional. La figura de un juez ignorante, esto es, de un juez con creencias manifiestamente falsas, es la imagen de un mal juez. La figura de un juez culto es al menos un presupuesto para su buen hacer y de su independencia e imparcialidad.
2. La segunda limitación ideológica aplicable a los jueces y magistrados tiene raigambre política y se vincula no tanto con creencias falsas sino con valores, preferencias, deseos o voliciones sobre las cuales no se puede predicar su carácter veritativo. Existen concepciones políticas con sus respectivas acciones que, desarrolladas en determinadas circunstancias, inhabilitarían a un individuo para ejercer el cargo de juez.
Desde esta perspectiva parece crucial evitar las puertas giratorias entre la política y la judicatura; es decir, que las mismas personas puedan ocupar cargos políticos y luego desempeñarse como juez para regresar a la política con posterioridad, o pasar del poder judicial a la vida política y luego reincorporarse a su puesto de origen. Estos movimientos de peonza, legalmente permitidos en muchos sistemas jurídicos, son más comunes de lo que habitualmente pudiera parecer y ser loables.
La participación de jueces en la política ha adquirido distintos tintes según los diferentes momentos históricos, incluso dentro de los propios sistemas democráticos. En algunas ocasiones, esta participación hunde sus causas en la escasez de recursos existentes que permitía que jueces desempeñaran además el papel de legisladores o cumplieran funciones ejecutivas. Tal fue el caso de la Provincia de Catamarca, en la República Argentina, donde a finales del siglo XIX los jueces eran invitados a participar como legisladores dada la carencia de ciudadanos ilustrados en la región. La confusión entre poder político y poder judicial se ponía así de manifiesto. Y la dependencia de los jueces del poder ejecutivo era inevitable si se piensa que el poder ejecutivo determinaba que primero cobraran sus salarios sus propios representantes, luego los legisladores y, por último, si el presupuesto alcanzaba, los jueces. Los incentivos para que éstos manifestaran su adhesión política a los gobernadores de turno resultan fácilmente explicables. En casos como este, la independencia y la imparcialidad judicial quedaban claramente en entredicho y ninguna libertad ideológica podría esgrimirse en defensa del cumplimiento de ambas funciones al unísono.
Alguien podría pensar que este es un ejemplo histórico extremo de un país todavía en formación, pero nada más lejosde la realidad. A principios del siglo XXI, para una provincia argentina como la de Mendoza, era posible cumplir con estas cuatro funciones sin incurrir en incompatibilidad legal alguna. Una misma persona podía ser al mismo tiempo senador provincial, abogado en ejercicio, docente universitario y conjuez federal. No cabe ninguna duda que aquel que ejerciera esas cuatro ocupaciones debería haber hecho un esfuerzo sobrenatural para que los diversos intereses involucrados en cada una de esas prácticas no colisionaran en alguna ocasión. Pero convendría advertir que al diseñar las instituciones se ha de tomar en consideración que serán ocupadas por ciudadanos corrientes y no por héroes o santos. Con tantos compromisos previos ¿se podría ser conjuez con apariencia de independencia e imparcialidad si se es a la vez senador provincial, un cargo de marcado contenido político partidista?
En otras ocasiones, la directa participación de jueces en política se estimula desde diseños institucionales igualmente poco sensatos. Muchas veces, jueces que han adquirido notoriedad en el desempeño de sus funciones jurisdiccionales son tentados a ocupar cargos políticos o a cumplir otras funciones estatales diferentes a la de juzgar y hacer cumplir lo juzgado. Satisfecha esta etapa regresan luego a la sala de los tribunales a impartir justicia, incluso en asuntos que pudieran haber conocido o tenido noticias por su paso en la vida política activa. Respecto del llamado caso del juez Baltazar Garzón, Pérez Royo escribió: “por motivos de la misma naturaleza que aquellos por los que decidió incorporarse a la actividad política, el juez decide poner fin a dicha actividad política e incorporarse, no a la función jurisdiccional en general, sino a la función jurisdiccional en un juzgado particular, eligiendo, en consecuencia, los casos sobre los que va a decidir.” Es muy costoso admitir que en casos como este la apariencia de independencia y de imparcialidad judicial quede garantizada.
Y la cuestión cobra un matiz adicional cuando son los políticos quienes dejan de estar en activo para prestar juramento un día después como jueces o como miembros de las supremas cortes o de tribunales constitucionales. En estos casos, la sombra de sospecha de que actuarán con parcialidad disimulada no deja de estar fundada.
Además, los jueces no pueden pertenecer a partidos políticos ni a sindicatos, esta prohibición se establece para evitar su vinculación a ellos y su sujeción orgánica. Es otra de las disposiciones encaminadas a preservar la independencia y la imparcialidad de los integrantes del Poder Judicial. Pero pudiera ser el caso que un individuo hubiera pertenecido a una de esas organizaciones antes de la toma de posesión del cargo de juez. Esta actitud pasada, ¿le inhabilita para desempeñar la función jurisdiccional? Conviene no olvidar que los estatutos de los partidos políticos y de los sindicatos obligan a sus miembros a difundir sus principios ideológicos y proyectos políticos, obedecer las directrices que emanan de los órganos competentes y, en general, compartir las finalidades de tales organizaciones. Y tampoco olvidar que, aunque nada obsta a que una persona mude sus preferencias ideológicas, normalmente no se cambia de ideología de un modo fácil, de manera inmediata o por ocupar un cargo. La baja de un individuo “en un partido en el que militaba no actúa a modo de lavado de cerebro, ni convierte al juez en una persona neutra o carente de ideología.” Desde esta perspectiva, resulta muy difícil sostener que la independencia y la imparcialidad de tales jueces se mantengan incólumes.
3. Por otra parte, algunos jueces no solo participan de la ideología del grupo gobernante en un momento determinado de la historia sino que refrendan sus pensamientos con actitudes y acciones claramente partidistas, de un modo inequívocamente sesgado y sectario. La simbiosis de intereses político-ideológicos en algunos casos cuando no el control de los jueces por el aparato político desnaturaliza por completo la actividad jurisdiccional. Surge así un tipo de juez que Gimeno Sendra denomina juez político y que caracteriza como aquel que “siendo partícipe de una ideología determinada, en aras de la misma, no duda en violentar la letra y el espíritu de la ley con tal de proteger en el proceso los intereses de una clase o grupo social determinado.” Un medio para garantizar la existencia de jueces políticos radica en controlar el sistema de acceso a la judicatura. Influir o determinar el nombramiento de jueces afines por parte del poder político ha sido una constante no solo en regímenes autoritarios, como pudiera pensarse, sino también en Estados democráticos. En ocasiones, esta estrategia tiene un objetivo proyectivo, allanar el camino para que las políticas públicas implementadas no puedan ser obstaculizadas. En otras ocasiones tiene una finalidad defensiva: garantizar la impunidad frente a investigaciones futuras. Roosvelt domesticó a la Suprema Corte de su país amenazándola con aumentar el número de sus miembros si no se avenían a los requerimientos del New Deal. El ex presidente argentino Carlos S. Menem hizo suya aquella invectiva e incrementó la composición numérica de la Corte Suprema. Ambos perseguían tener “jueces políticos”. Este tipo de jueces es incompatible con el ejercicio del cargo, y de nada vale tratar de escudarse para su elección tras la muralla de la libertad ideológica.
4. Y tampoco la libertad ideológica puede ser un parapeto que justifique actitudes y decisiones judiciales causadas por determinadas concepciones ideológicas contrarias a derecho, y no ya por razones políticas, como en los supuestos anteriores, sino basadas en convicciones personales o en razones morales idiosincráticas. Tal fue el caso, en España, del juez de Pozoblanco Pedro Yun Díaz que rechazó una demanda de divorcio por mutuo acuerdo invocando el derecho natural de origen divino, en contra de la normativa positiva aplicable. De firmes convicciones católicas y ferviente practicante se negó a disolver el matrimonio porque este era un vínculo que Dios había unido. Dispuesto a obedecer la autoridad de Dios antes que la de los hombres dejaba sin resolver todos los casos de divorcio que conocía en virtud de su competencia. El innecesario daño ocasionado a los justiciables involucrados en todos esos expedientes no merece mayores comentarios. Tener una creencia religiosa o de otro tipo que obligue a un juez o magistrado a la inaplicación del derecho es también incompatible con el ejercicio de su cargo y, en mi opinión, no sustentable sobre la base de la libertad ideológica.
Por esa razón se prohíbe que los jueces pertenezcan a organizaciones que exijan un juramento de adhesión, fidelidad o de acatamiento a autoridades, normas o instituciones que se consideran jerárquicamente superiores al derecho aplicable. Y por ese mismo motivo se debe prohibir que los jueces integren asociaciones u organizaciones secretas. Así lo recomendó el informe del Consejo General del Poder Judicial de España en el año 2000. La única sujeción de un juez en el momento jurisdiccional ha de ser el derecho.
Todas estas situaciones muestran que no cualquier contenido sustentado por la libertad ideológica que ampara a los ciudadanos es compatible con la función de juzgar y hacer cumplir lo juzgado en un marco normativo donde prime la independencia, la imparcialidad, el sometimiento del juez a la ley y el acatamiento a la constitución.
Conclusiones
La ideología de los jueces no parece un asunto carente de importancia en las democracias contemporáneas, ya que impacta en los diversos aspectos de la actividad de juzgar y hacer cumplir lo juzgado propiamente dicha y en las normas que regulan los derechos y deberes de los jueces y magistrados.
La afirmación que los ciudadanos poseen una ideología es un lugar común. La ideología comprende creencias, valores, deseos, preferencias. Esta ideología en parte está construida idiosincráticamente y en parte nos es dada socialmente. Y lo que pensamos acerca del mundo, sea verdadero o falso, activado por los deseos o las preferencias adecuadas guían nuestras acciones y las encaminan en una u otro dirección. En ese sentido, tiene razón Peter Strawson al afirmar que “en los seres humanos, o incluso en cualquier ser racional, los tres elementos de creencia, evaluación (o deseo) y acción intencional pueden ser diferenciados unos de otros, sin embargo, ninguno de estos tres elementos puede ser adecuadamente entendido, o aun identificado, excepto por su relación con los otros.” Por lo tanto, no es posible comprender adecuadamente las acciones de los jueces sin hacer referencia también a sus creencias y deseos.
Ahora bien, si la democracia respeta la autonomía de las personas y esta consiste en la posibilidad de que cada individuo establezca su propio plan de vida, esto es, la forma como piensa el mundo, sus prioridades vitales, sus deseos, acciones y la manera de presentar su idiosincrasia a sus congéneres, no resulta irrazonable pensar que debe garantizar que cada uno de sus ciudadanos pueda escoger su ideología con libertad. Esta es una explicación plausible de por qué la libertad ideológica está establecida en casi todas las constituciones democráticas y en los documentos internacionales de defensa de derechos humanos, aunque con formulaciones diversas.
Si la libertad ideológica es irrestricta respecto de las creencias y demás componentes ideológicos en el fuero interno de las personas, es decir, como libertad de pensamiento, no puede serlo también respecto de las acciones que constituyen su exteriorización pública. Y el límite del orden público garantizado por la ley puede ser una cortapisa demasiado estrecha para evitar que terceros resulten dañados salvo que sea interpretado de forma amplísima.
Pero es que, además, los derechos y las libertades nunca se encuentran en solitud, sino en combinación con otros derechos y obligaciones. La armonización entre ellos no siempre es fácil. Y la manifestación de la libertad ideológica a través de acciones puede contradecir alguno de estos otros derechos, libertades y obligaciones, y no siempre salir triunfante del conflicto.
Tampoco hay que perder de vista que el ejercicio de determinados derechos puede ser acotado por el cargo o la función que un ciudadano desempeña. Cuando se trata de la función jurisdiccional, por ejemplo, las prácticas de la libertad de expresión o del derecho a la intimidad pueden quedar menoscabadas. Y también la libertad ideológica, entendida aquí como la manifestación de la libertad de pensamiento. Los jueces y magistrados prometen o juran el acatamiento a la constitución y, por lo tanto, deben adecuar las demostraciones de sus posiciones idiosincráticas a los postulados constitucionales. Esto hace incompatible la idea de que cualquier contenido ideológico es compatible con la función jurisdiccional.
Con anterioridad se ha puesto de manifiesto ciertos comportamientos antagónicos con la actividad de juzgar y hacer cumplir lo juzgado, incluso en una sociedad democrática, pluralista y con la libertad ideológica garantizada. También se ha mencionado que las acciones de los seres humanos resultan de una red compleja de creencias que son activadas por deseos y actitudes adecuados. Pero si la acciones responden o son causadas por las creencias, si se quiere eliminar ciertos comportamientos habría que modificar las creencias que las provocan o causan. Y si esto no fuera posible, al menos mitigar los efectos o las consecuencias negativas de tales comportamientos. Se puede actuar así ex ante y ex post del nombramiento de un ciudadano como juez. Algunas de estas medidas inciden sobre el diseño institucional otras sobre la actividad jurisdiccional propiamente dicha.
Respecto de los jueces, algunas medidas ex ante a la toma de posesión de su cargo son relativamente fáciles de tomar. Hay que impedir, en primer lugar, que ciudadanos cuya ideología o acervo cultural haga gala de creencias manifiestamente falsas accedan a la judicatura. Este objetivo se puede lograr con un adecuado sistema de ingreso a la carrera judicial. Es inadmisible que en nombre de la libertad ideológica y del principio de no discriminación se quiera justificar el nombramiento de jueces ignorantes, tal como los denostó Voltaire.
En segundo lugar, hay que evitar las puertas giratorias por las cuales deambulan jueces que pasan a la arena política y luego regresan a la judicatura muchas veces resentidos al ver insatisfechas sus expectativas y con nuevos y numerosos adversarios políticos, o de representantes políticos que después de vestir la toga de juez pretenden seguir haciendo política. La apariencia de imparcialidad en estos casos queda destruida. También aquí la solución no plantea demasiados obstáculos.
Hay que rechazar, en tercer lugar, que ciudadanos cuya práctica ha estado asociada a los partidos políticos como ex legisladores o asesores prominentes ingresen a la carrera judicial. Nada repulsa más a la conciencia judicial que el juez político. Hay que librarse por todos los medios de jueces partidistas que practiquen lo que se podría denominar una “judicatura de trincheras”, que utilizan decisiones jurisdiccionales como si fuera un mazo para golpear a quienes son definidos como enemigos. Y tampoco hay que permitir el ingreso al poder judicial de personas que pertenecen a organizaciones secretas o que exijan sometimiento a sus estructuras o lineamientos por sobre el orden constitucional.
Una vez que un ciudadano ha sido designado juez y deja traslucir su ideología y sus prácticas incompatibles con el orden constitucional los remedios ex post a su nombramiento se tornan más complicados. Una posible solución para evitar soluciones sesgadas sería establecer criterios más amplios que los actuales para la recusación de jueces y magistrados. Tener un interés directo o indirecto en la causa, tal como hoy se entiende, como motivo para el apartamiento o la recusación de los jueces se muestra, en ese sentido, totalmente insuficiente. Cabría pensar en la posibilidad de recurrir también por razones ideológicas. Un ejemplo de una recusación exitosa por motivos políticos que puede citarse es el caso de un juez que formaba parte del consejo de redacción de una revista de extrema derecha en la magistratura de Milán. En dicha publicación se habían vertido manifestaciones claras hacia cierto asunto sometido a su jurisdicción, y se entendió probado que el juez tenía un interés especial en resolver la causa acorde a la posición de la revista para mantener intacta su credibilidad política-ideológica frente a sus camaradas de dicha revista. No se trata de que por esta vía se abran extensos caminos hacia el judicial shopping o a permitirle al juez que solo resuelva aquellos casos inocuos desde el punto de vista de su ideología, sino evitar casos muy evidentes de falta de independencia y de imparcialidad.
Esto es así porque no siempre el sistema de recursos puede soslayar los perjuicios ocasionados por jueces partidistas. En ocasiones, el fervor ideológico se muestra no solo en acciones sino también en omisiones. El juez Yun Díaz de Pozoblanco rechazó una sentencia de divorcio apelando al derecho natural de origen divino, y su decisión fue revisada en alzada a través del control motivacional, pero es que, además, tenía inmovilizadas en sus cajones otras numerosísimas demandas de divorcio sin apenas actuaciones procesales. Aquí el control de las actuaciones jurisdiccionales mediante el control de su motivación pierde toda eficacia y los recursos se manifiestan estériles por el tiempo que demoran en resolverse.
Un remedio extremo ex post para evitar que jueces con una ideología inaceptable provoquen ulteriores perjuicios innecesarios al justiciable es su remoción. La remoción de jueces y magistrados, sin embargo, no es tarea fácil, incluso en la transición de regímenes totalitarios o autoritarios a otros democráticos. Ulrich Klug se quejaba, por ejemplo, de que uno de los errores de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania había sido no distanciarse lo suficiente de las formulaciones nacionalsocialistas. Y que “como consecuencia de ello, se acumulan fatales continuidades, tanto en lo material como en lo personal, en la Administración Pública y en la Justicia.” Alemania no constituye un único y excepcional caso. Y, por paradójico que pudiera parecer, existe un problema adicional a la remoción de los jueces. Como ha advertido G. Krause, la protección frente a los malos jueces corre el peligro de tropezar con el obstáculo esencial de la independencia judicial.
No es que se persiga un juez aséptico, neutral, que carezca de toda valoración social e incontaminado ideológicamente, objetivo imposible de alcanzar. De lo que se trata es de evitar que los jueces posean aristas ideológicas irreconciliables con la actividad de juzgar y de hacer cumplir lo juzgado. En este sentido, la diferencia entre los dos aspectos de la libertad ideológica, como libertad de pensamientos y como su forma exteriorizada a través de actitudes y de acciones, se diluye. Los jueces deben decidir de manera correcta las causas que conocen en virtud de su competencia y deben hacerlo asimismo por motivos correctos. Ningún juez sesgado ideológicamente o partidista puede cumplir con estas dos exigencias al unísono.
Una democracia con base republicana debe adoptar la división de poderes como uno de sus dogmas. Tal división es siempre relativa. Tal vez sea imposible distinguir de un modo concluyente en los casos límites entre la actividad política y la actividad judicial, entre lo político y lo judiciable, ya que en esos casos sus límites son evanescentes. La cuestión de la libertad ideológica de los jueces puede ser muestra de ello. Pero esto no ha de llevar a la conclusión que no se puede realizar ningún esfuerzo para evitar los casos patológicos más graves de la división de poderes. Los derechos de los ciudadanos están en juego.
Y no se debe olvidar, por último, que el entramado normativo que regula la actividad del juez se establece como una garantía para el ciudadano, y de ninguna manera debe ser considerado como un privilegio de los togados. Las posibles restricciones a la libertad ideológica de jueces y magistrados ha en entenderse en idéntico sentido, como una medida más para garantizar los derechos de los ciudadanos.